viernes, 15 de febrero de 2013

El otro amor

Desde mis primeras caladas al cigarrito de la filología, me obsesiona la idea de que la realidad sea un continuo en el que solo identificamos una serie de elementos porque son los que tienen una palabra que los nombra. Me explico: cuando vemos una paleta de colores, un continuo donde el azul se va haciendo cada vez menos azul y más verde, y el verde cada vez menos verde y más amarillo, y cada uno de ellos a su vez se hace más claro, más oscuro, más rosado, más ocre, más transparente, si alguien nos preguntara "¿cuántos colores ves?", quizás olvidaríamos que la respuesta es casi infinita y nos lanzaríamos a enumerar aquellos colores que reconocemos porque ya tienen un nombre: rojo, marrón, celeste, turquesa, naranja. Los más avispados, los que estudiaron artes, diseño, moda, o los más interesados en lucirse, llegarán a identificar el blanco roto, el gris marengo, el color miel, el berenjena, el mostaza, el verde golf, el rojo inglés, pero siempre quedará un azul tristón o un gris insípido que no enumeremos. ¿Por qué? Porque no tiene nombre.

Lo bueno de esta idea es que una puede aplicársela a cualquier cosa que se le ocurra, y como ayer era ese día en el que los dependientes de El Corte Inglés te preguntaban ¿buscas un regalo para tu enamorado?, volvió a mi mente una teoría que vengo rumiando desde hace tiempo: la existencia de un tipo de amor que no tiene nombre. Quizás porque Cupido y las comedias de Hollywood se han adueñado casi por completo de la palabra "amor", igual que los Estados Unidos de la palabra "América", entendemos por amor ese empalagamiento químico-hormonal que disparó ayer la venta de bombones, lencería, flores y peluches con forma de corazón con dos bracitos. De este amor está todo dicho y hay muy poco que añadir. En la paleta de colores de las emociones, seguramente sería el rojo. Luego está el amor de la familia, el amor a los padres, a los hijos, a las abuelas: en mi mente son colores cálidos, amarillos, naranjas. Y el amor a las amigas, que -a mí que pertenezco a la generación Barbie- me parece rosa claro. Y el amor a los amigos varones, un color que huye de lo cursi pero resiste los rayos del sol. Y el flechazo, resultón y hueco, desestabilizador y fácilmente olvidable, quizás un amarillo fosforito como el de los carteles de "se vende".

Y finalmente un tipo de amor, que no es ni el azul tristón ni el gris insípido, pero que no tiene nombre, y mira que se merecería un nombre bonito y vistoso, elegante y duradero. Es ese amor sereno y estable que tenemos con las personas con las que conectamos sin esfuerzo. Es un amor que no chisporrotea pero que no suele apagarse. Es la manera en que queremos a algunas personas, muy pocos escogidos por la suerte -ni siquiera por nuestra voluntad-, con los que quizás no hemos vivido ningún momento trascendental en nuestras vidas, puede que no les hayamos contado nuestros grandes males ni grandes remedios, pero con los que la empatía fluye sin restricciones, al igual que la capacidad de alegrarse de los éxitos del otro (sentimiento, por otra parte, poco común, casi en peligro de extinción debido a las plagas de la envidia y la frustración). Es el amor que se ve en muchas miradas y que se traduce en complicidad, entre el profesor Keating y el alumno Neil Perry en El club de los poetas muertos, entre Woody Allen y Diane Keaton, entre Serrat y Sabina, entre Rick Blaine e Ilsa Lund (a la vista de este amor incoloro, el amor entre Ilsa y Victor no era más que un rojo vulgar), entre House y Cuddy en las primeras temporadas.

Quizás la palabra para esto es "amistad", pero en ese caso deberíamos dejar de llamar amigo a esa persona que te mira a los ojos y no te entiende. Me sigue pareciendo que hay algo ahí, que no es ni azul, ni verde, ni rojo, que no se celebra el 14 de febrero, y de lo que no solemos hablar porque no sabemos cómo nombrarlo. A lo mejor, simplemente, es conexión.

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