Últimamente he descubierto un par de programas de
televisión donde un psicólogo hitleriano obliga/tortura/extorsiona a
gente para ayudarles a que se deshagan de las cantidades insanas de objetos que acumulan en sus casas. Lo que más me sorpendió de los protagonistas de
cada programa (llamémoslos “los acumuladores”) es que no necesariamente eran
personas desordenadas: algunos tenían perfectamente organizados y etiquetados
todos esos objetos innecesarios y guardaban cientos de botones,
destornilladores, tacitas de café o suplementos dominicales con muchísimo mimo
aunque las estanterías les taparan literalmente la luz de las ventanas.
Desde entonces he
estado buscando tiempo libre para tirar a la basura esos objetos-mierda
que guardo perfectamente organizados, porque todo lo que tengo de limpia lo
tengo de pedrada. De entrada se me ocurrió descargarme de Internet las
películas que grabé en cintas de VHS. Si te soy sincera, resulta que muchas de esas pelis
ahora mismo me importan poco tirando a nada, pero he llegado a la conclusión de
que tener muchas carpetas perfectamente ordenadas con cosas que no necesito no
es un problema cuando las carpetas no son de papel sino de gigabytes.
Dejé al torrent flipando con mis nuevos gustos noventeros y me lancé al abismo de las latas de galletas de mantequilla
con fotos de mi infancia y adolescencia. Dudo mucho que esas fotos merezcan
lo bien que las conservo. Algunas de ellas tienen poder suficiente para hundir
mi imagen pública si algún día llego a tener imagen pública. Y en el fondo de la lata de fotos, un inmenso sobre rojo con algo cuya existencia había olvidado por completo: los negativos de las fotos. Me imagino a mí misma yendo en unos
años a un fotoestudio a sacar copias de las fotos de mi excursión al Ocean Park con el cole
y me entra la risa, así que decido tirarlos. Bah, me guardo uno, porque seguro
que los niños de ahora no me creerán cuando les diga que las fotos tenían una
especie de embrión donde los colores salen a la inversa y todos tenemos un
aspecto supersiniestro en medio de montañas rojas.
Los acumuladores de la tele acaban deshaciéndose del 75% de sus posesiones pero yo me vuelvo conservadora y decido tirar solamente un altavoz de minicadena Akai que
creo que tiene un cassette dentro y no puedo sacar, un bolso y dos camisetas,
un libro de Lucía Extebarría y un disco de Hevia de cuando la gaita electrónica
lo estaba petando. El resto de cintas de VHS, libros, cassettes, revistas, aparatos
electrónicos, ropa, zapatos, cajas y papeles siguen tirados por el suelo de la habitación y empiezo a sospechar que nunca los voy a tirar. Y en un inesperado giro de los acontecimientos, dejo la tarea a medio y decido retomar el blog. ¿Por qué? Pues porque este blog cumple la
misma función, acumular las cosas que no quiero que se me olviden. La de hoy sí
se me puede olvidar, pero bueno, ya iré acumulando por aquí otras cosas, a
riesgo de que en un par de años estas historias me parezcan tan obsoletas y ridículas como la gaita electrónica y los cursos de informática en disquetes.
Si hacen un programa con un psicólogo que te ayude a ordenar el disco duro, avísenme.
Si hacen un programa con un psicólogo que te ayude a ordenar el disco duro, avísenme.